El domingo era el mejor día de la semana. Tío Lu la pasaba a buscar al mediodía y la llevaba a pasear. La sentaba en los asientos de atrás del auto, arrancaba y ella con su mano izquierda saludaba a su madre que la despedía desde la vereda. Tío encendía la radio y ella se acomodaba en el medio, bien en el medio, casi calculando a la perfección los centímetros que la separaban de las ventanillas de los costados. Le encantaba ver a su tío manejar, pero lo que más le gustaba es que no le hablaba. Los dos iban en sus mundos, en sus realidades y en sus fantasías. El tío sabía que si pronunciaba palabra podía distraer a Nina de sus ideas y eso la fastidiaba. Y a él también lo fastidiaba, le encantaba ver a Nina metida en sus pensamientos y sus ideas. A veces se daba cuenta que las imágenes y las historias que ella construía iban de la mano de la canción que en la radio sonaba.
Todos los domingos eran iguales: ella se subía al auto, él arrancaba y daban vueltas y vueltas por dos horas seguidas. Cuando las dos horas en punto pasaban, él apagaba la radio y ella bajaba del auto. Se sentaban en el parque a tomar un helado y luego el tío Lu la llevaba a su casa. Sólo se hablaban cuando se saludaban “hola”, “adiós”. Todos los domingos eran hermosos para ella, siempre llegaba a su casa con una hermosa sonrisa, se bañaba, se peinaba y escribía en su diario las historias que en el viaje se imaginaba.
El segundo domingo de Enero, Lu la pasó a buscar. Después de las dos horas ya sentados en el parque el tío le dice a Nina que el próximo domingo iban a hacer su recorrido en compañía de alguien que había conocido, y que quería que la conociese. Nina se congeló. Su helado parecía derretirse rápidamente en su mano. Se levantó y lo botó. Mientras el tío la llevaba de camino a su casa, la observaba desde el espejo retrovisor. Ni lo miraba, su boca tiesa no mostraba ni una mueca. Se bajó y entró en su casa. Los días le parecieron interminables, las horas parecían chicles enormes, grandes y pegajosos. El sábado por la noche preparó el mejor vestido que tenía, un solero de flores azules muy pequeñitas, se peinó y se acostó.
Al día siguiente el sol brillaba en todo su esplendor, Nina sentada en la puerta de su casa esperando al tío. Lo ve llegar, el corazón le empezó a latir con más y más fuerza, ve salir del asiento del acompañante a la que sabía que iba a ser su rival: una mujer esbelta, mucho mayor que ella y que él, pensó. Se acercó y le dijo “¿vos debes ser Nina, no?” .Guerra declarada, pensó Nina. No le contestó y se subió al auto. El tío, como siempre, encendió la radio. Su novia se acomodó en el asiento, le acarició el pelo a Lu y se puso los lentes de sol. Nina miraba cada movimiento, lo calculaba, se lo memorizaba. Ya iban una hora y media de recorrido y nadie hablaba. Le molestaba fervientemente, irritantemente que nadie hablara, que ella no hablara. Si no hablaba entonces significaba que el tío Lu le había contado con pelos y señales lo que hacían los domingos. Pensó y se dijo que no podía ser, que era una intrusa en su vida y que encima quería amoldarse a ella sin pagar ningún precio. Nina le dijo al tío que la llevara a su casa, que el calor la había afectado y que estaba mareada. Llegó a su casa, sin bañarse y con el diario en su mano decidió armar una lista de las cosas que le gustaban a Lucas. La música, su banda favorita, sus libros, sus ideas, sus gustos, etc.
Tío Lu tenía 30 años y Nina 14. Ante este recordatorio, fue a su vestidor y la ropa que allí estaba, ya no le serviría. Se puso en campaña, fue a cuanta feria americana había. Todos sus vestiditos aniñados habían quedado en el olvido. Era hora de reaccionar, sabía lo que quería y siempre lo supo. Su tío, no era tío, era un amigo de su padre que después de su muerte fue el único que siguió visitándolas.
El domingo había llegado. La bocina sonó y ella salió con sus jeans ajustados, su remera corta, su pelo suelto y con aretes grandes llenos de colores, un morral violeta y unas sandalias de cuero marrón. Tío Lu la miró correr desde la puerta de su casa hasta su auto, su sonrisa era la sonrisa más hermosa que había visto en su vida, el sol bañaba su pelo rubio ondulado y sus mejillas a penas rosadas completaban una figura que nunca antes había tenido en cuenta. Se subió al coche, lo besó en la mejilla derecha y a ella en la izquierda. Y dijo “¿Y a dónde vamos hoy?, tengo visto un lugar que me encantaría que me llevaras”. Tenía planeado todo, cada hora, cada minuto, cada segundo. Se sentó, pero esta vez lo hizo del lado de la puerta derecha, bajó la ventanilla y el viento le pegaba en la cara, llena de vida, sonriente y feliz. Lu la miraba desde el espejo, cuando se vio sin quererlo sonriendo al verla. Llegaron a la plaza y el show había comenzado, era una feria y la gente estaba contenta por poder escuchar y bailar la música que el dj pasaba. Ella rio y le dijo al oído “esta canción que estamos escuchando será nuestra canción”.
Ema, la novia de Lu, se sentó en una escalinata. Y él se sentó al lado de ella, escuchaba todo lo que Ema le reclamaba, que estaba cansada de hacer todos los domingos lo mismo, que Nina ya no era pequeña, que se busque amigos de su edad que la acompañen a recitales de ese tipo. Que ella entendía que le había prometido a su padre cuidarla, pero que ya sentía que pertenecía más Nina en su vida que ella. La chica estaba detrás de ellos escuchándolo todo, Lu la vió y ella echó a correr. Lu la persiguió, la alcanzó y ella entre sollozos le dijo “pensé que éramos amigos, no que estabas conmigo por una promesa a mi padre”, él la abrazó y le dijo que él elegía pasar los domingos con ella, que los domingos empezaron a dejar de ser tristes, solitarios y depresivos desde que la pasa en su compañía. Que la quería, que no era un compromiso que “aprecio cada minuto de tu compañía, me gusta cuando te subes a mi coche y escuchas ésa canción de los Beatles que te hace imaginar siempre lo mismo, me gusta que cuando pasamos por una plaza y hay alguien vendiendo globos te imagines pinchándoselos todos y hagas ésa mueca que siempre haces con el lado de la comisura izquierda de tus labios, me gusta que cuando no hay helado de fresa te quedes como pensando, como si eligieras siempre distinto y siempre terminas con el chocolate con almendras, me gusta que cuando en la radio suena Serrat te acuerdes siempre de tu padre y tus ojos se llenan de lágrimas, me gusta que cuando ves a una pareja besándose te imagines que me besas a mí…” después de ésas palabras el silencio abrumó el mundo, un silencio ensordecedor que acalló su alrededor. Se miraron como sorprendidos, tomados de las manos, ella dio los primeros pasos, se acercó tanto que él pudo sentir su respiración, ella rozó sus labios por su mejilla y después en sus labios, él se negó pero ella insistió y le dio un segundo beso. Él la apartó y se fue.
Pasaron las semanas y ella seguía esperando cada domingo en la puerta de su casa. Hasta que un domingo ve venir a una mujer, no la reconoció hasta que se acercó más a su casa. Era Ema, que preguntó si sabía algo de Lu, que ella desde aquél domingo no supo nada de él, no atiende el teléfono, no fue al trabajo y en su casa no aparece. Nina le respondió que hacía tres domingos que no la pasaba a buscar, que fue su cumpleaños y no la llamó siquiera.
Pasaron los días, los meses y los años. Nina no dejó de sentarse todos los domingos en la puerta de su casa, estaba bien, pero llevaba un dolor, una angustia dentro que necesitaba descargar, liberarse de una vez por todas. Decidió buscar entre sus cosas algo que le reconfortara, algo más tangible que lo haga recordar por última vez. Encontró su diario y todas las historias que habían imaginado, todos los recuerdos que aquél coche azul le había dado. Decidió ordenar, cerrar, elaborar y limpiar todos aquellos recuerdos que en el diario estaban.
Se presentó en la editorial un día lunes del mes de enero a las siete de la mañana. Se reunió con el director y le presentó su obra. El libro salió a la venta tres meses después. El otoño había bañado las calles de hojas naranjas, amarillas y marrones, las librerías exponían en sus vidrieras el primer ejemplar a salir de “Historias de un choche azul y un amor”.
Habían pasado ocho años desde la última vez que lo vio. Había vivido muchas cosas desde entonces, amores, desengaños, amistades y viajes. Pero aún sentía un lugar vacío que nadie había sido capaz de llenar.
Como siempre, como aún lo seguía haciendo de vez en cuando, algún domingo se sentaba en la puerta de su casa.
Un domingo cuando estaba a punto de entrar a su casa, se acerca un niño con su libro y le dice “míralo por dentro” y se fue. Ella lo abrió y dentro estaba escrita una dirección que ella conocía muy bien, fue hasta la plaza con el corazón que latía cada vez más rápido, más fuerte. Casi como un presagio cada vez que daba un paso más hacia la plaza escuchaba más y más fuerte una canción que lo recordaba a él y a ella, a ellos. Una niña le regala un manojo de globos de todos colores, detrás de los globos y apoyado en el respaldo de un banco de la plaza, estaba tío Lu. Esperándola, siempre esperándola. Ella corre a su encuentro, se miran, se toman de las manos y mientras se besan los globos se elevan hacia cielo.
P.D: Pequeña historia que no sólo homenajea a mi eterno corazón adolescente sino que también a otra historia ya narrada ;)